La emergencia de las tecnologías digitales, especialmente a partir de la masificación de Internet a mediados de la década del noventa, ha suscitado el interés tanto de las ciencias sociales como de los estados, los medios de comunicación y la población en general.
A medida en que computadoras portátiles y teléfonos móviles constantemente conectados fueron masificándose, se han abierto fuertes debates en torno a su incidencia en la vida cotidiana de nuestras sociedades. En este marco, el foco principal fue puesto en la niñez, la adolescencia y la juventud en tanto se sostiene que son las poblaciones jóvenes las que se encuentran más expuestas a los cambios tecnológicos.
De allí que estos grupos sean depositarios tanto de optimistas expectativas como de arraigados temores respecto a los efectos que podrían acarrear las tecnologías digitales en su formación actual y futura. Independientemente de la valoración respecto a esta influencia, ambas tendencias comparten la idea de que las generaciones más jóvenes se configuran embebidas dentro de un entorno digital generando una distancia radical entre su experiencia y la de generaciones anteriores. De allí el consenso existente respecto a ciertas nociones tendientes a clasificar a estas generaciones a partir de categorías opuestas como la noción de nativos e inmigrantes digitales y de otras etiquetas derivadas como la de generación app, millenials, centenials, etc.
En este punto, uno de los factores diferenciadores más eficaces serían las competencias digitales singulares, particulares y distintivas propias de las poblaciones nacidas, criadas y socializadas en la era de Internet. Así, los nativos digitales estarían formando y acumulando habilidades en un mundo autorreferencial donde las instituciones tradicionales como la familia y la escuela estarían perdiendo terreno.
La cuestión de las habilidades juveniles ha suscitado un marcado interés para el diseño e implementación de políticas de inclusión digital en la educación (como lo es el pci) en tanto la eventual disparidad entre las habilidades de los estudiantes, elevadas y crecientes, frente a las posibles limitaciones de los adultos, particularmente de los docentes, reduciría las posibilidades de aplicaciones pedagógica fructíferas con las tecnologías digitales en las aulas. De allí que conocer si estas disparidades existen –ya sean reales o percibidas– resulta crucial para diseñar dispositivos pedagógicos que partieran de las diferentes destrezas de los actores involucrados en los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Para construir este conocimiento comenzamos preguntándoles a las y los estudiantes cómo valoraban las habilidades de sus pares y las de los docentes. De manera esperable, un 90 % calificó positivamente las competencias digitales estudiantiles (80 % las calificó como Muy Buenas y 10 % como Buenas) mientras que esta valoración positiva alcanzó un 60 % respecto a las habilidades digitales de los docentes (25 % las calificó como Muy Buenas y 35 % como Buenas) al tiempo que para un 40 % resultaron Malas o Muy Malas. Existe, entonces, una diferencia de habilidades percibidas del 30 % en favor de las y los alumnos.
De este modo, el universo de las habilidades digitales estudiantiles tiende, previsiblemente, a presentarse como autorreferencial. Ahora bien, frente a este fenómeno evidente, es preciso abrir ciertos interrogantes que permitan comprenderlo en su complejidad. ¿En qué consisten esas habilidades digitales percibidas por las y los estudiantes? ¿Son siempre las mismas e igualmente valoradas en todos los contextos? En base a los datos construidos mediante las técnicas cualitativas de investigación podemos afirmar que existe una amplia diversidad de habilidades si se comparan diferentes escuelas. Por ejemplo, en Junín, los comentarios y el lenguaje de chicas y chicos insinúan un alto nivel de conocimiento de distintos tipos de sofware, un nivel importante de familiaridad con programas de diseño, redes sociales, trucos y estrategias para sortear los bloqueos y obstáculos de conectividad por parte de la escuela.
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